jueves, 27 de febrero de 2014

Y así me siento yo.

Tranquilo. Estoy tranquilo. Lo veo todo obscuro, aún con los ojos abiertos, pero no me preocupa. Noto como una suave brisa golpea mi cara. No es ni cálida ni fría, y tampoco lleva grumos de polvo ni arenisca. Mi cuerpo se siente ligero, como si de un momento a otro empezara a flotar y perderse en el infinito. Voy caminando , paso a paso, poco a poco, ni muy deprisa ni muy lento. En realidad no se si estoy caminando o si estoy quieto, o si voy hacia adelante o hacia atrás. Lo que si se es que el suelo esta frío. Muy frío. Voy descalzo. ¿Porqué voy descalzo? Me pregunté. Pero seguía sin preocuparme. Caminaba o seguía quieto sobre aquel frío metal, con un pie delante de otro, guardando el equilibrio para no caerme. El frío metal era liso, sin abolladuras y parecía no tener fin. El tiempo pasaba, pero no pasaba el tiempo. Aquella suave brisa escampó sin decir adiós, sin dejar nada excepto más que su recuerdo, cada vez más lejano. Su sustituto fue un sonido. Un sonido que no se oía. No se oía con los oídos, ni tampoco con el cerebro o la sabiduría. Ese sonido se fue haciendo cada vez mayor. El frío metal que se hallaba bajo mis pies iba cogiendo temperatura. Poco a poco, cada vez más. Pero seguía sin preocuparme. Mis pies lentamente comenzaron a vibrar, como si de un terremoto se tratara. No era muy fuerte, ni muy flojo, pero de lo que si estaba seguro es que cada vez era mayor. La sensación aumentó hasta mis piernas. Mi estómago. Mi torso. Mis brazos. Mis manos. Y finalmente mi cabeza. Todo mi cuerpo se estremecía. Aquél sonido cada vez era más poderoso, más cercano. Mis pies ardían. Mi cabeza ardía. Mi pecho ardía. Finalmente el sonido estremecedor se colocó frente a mi. El tiempo pareció infinito, pero no lo era. Sabía que no lo era. Las horas eran minutos; los minutos, segundos; y los segundos... Pero ya no había más tiempo. Se agotó para mi. El calor insoportable de mis pies desapareció. Mi cuerpo ya no se estremecía para nada. Ya no estaba ni caminando ni quieto. La ligereza con la que sentía el cuerpo se había esfumado. Ya no sentía la brisa, ni fría ni caliente. Y lo único que se, es que aún con los ojos abiertos, todo estaba oscuro.

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